Las cortinas son una especie de collage maldito sacado de newspapers alemanes, ingleses y extranjeros. Las paredes son azul cielo, lo que en psicología del color significa que incita a la tranquilidad pero a mi daltonismo agudo eso le vale una chingada. El lugar es enjuto, incomodo, inquieto con una pequeña sinfonola digital a la que, según Jorge mi tocayo y voz privilegiada de la locución lagunera «El Metrax» malamente se le dice RockOla ya que esa es la marca y no el aparato.
Allá una mesa con dos compadres, en la esquina unos gringos, a mi lado otro parroquiano metido en las redes sociales y al fondo unos jóvenes defeños bebiendo cerveza.
Yo bebo whisky, más por necesidad que por gusto, y lo digo porque me gusta beber pero me dañan los aguardientes más fuertes…si, soy un maldito semiburgués aspirante a escritor que bebé escocés de baja calidad y precio.
La barra es simplemente horrenda, estamos en la doctores, y la mujer que estaba con el pobre cabron que pide «una más y ya» seguramente está fornicando en la cama del pobre cabrón con otro pobre cabrón; ¿qué pasó? ella le puso un cachetadón de miedo sin el merecerlo.
Lo digo con conocimiento de causa.
El la escuchaba.
ATENTAMENTE.
Sin embargo no la entendía. La respuesta de ella fue la mano en su cara, azotada a toda velocidad, destruyendo su amor propio y aportando a su peda. El ahora está con su compadre, con quien no resolverá su relación pero al menos se sentirá mejor por platicar y desahogarse y sí…hoy la víctima es el.
Suena mala música, malas bocinas, se siente en los ojos el smog del viejo D.F. Ahora nueva Ciudad de México.
Te celebro cabrona vida, con un güisqui en la mano, el penúltimo de la noche porque mañana…mañana habrá que trabajar.