Si la muerte me mira de frente…


«Si la muerte me mira de frente, me pongo de lado»

La de arriba es una frase que se me ocurrió cuando era adolescente. ¿Tiempos raros?, quizás. Sentía que comprendía todo, menos a mí mismo. Lo cierto es que como a casi todos los adolescentes, la política y las tradiciones religiosas me iban y me venían; excepto navidad, claro está, por los regalos.

“Si la muerte me mira de frente” fue una frase que surgió, si bien recuerdo, del enojo y la frustración. Fue como un reproche simbólico a quienes me criaron. Un reto a la vida misma y a los esquemas interpretativos que intentaron tatuarme a regañadientes. Fue un alarde, una autoafirmación de que mi esencia y mis valores de adolescente perdurarían por milenios y que me mantendría firme aunque la muerte amenazara con llevarme.

Hoy participé como ponente en la implementación de una plática de sensibilización para mis alumnos de prepa, con respecto al Día de Muertos. Fuera de lo agradable de la situación y el éxito obtenido, cabe mencionar que el proceso mismo de la búsqueda de información, me llevó a recordar ciertas premisas con respecto al mexicano y su relación con la muerte.

Si celebramos (leemos) entre líneas nuestra mexicanísima fiesta, que en realidad es un híbrido de tradiciones paganas y católicas, nos daremos cuenta que el Día de Muertos es un intento por domar a la muerte, incluso de domesticarla. Cada muertito, como les llamamos, es una excusa de la cultura para frenar lo inevitable, el contacto total. Es una mirada soslayada a lo que cada día se nos presenta como posibilidad. Es la fantasía de Macario, que todo lo pudo un tiempo y al final nada pudo.

Dicen que el mexicano es bien macho, que no llora cuando se corta y que al contrario se pone tequila con sal para que amarre la herida. Exacerba el dolor para reafirmar que está por encima de su propia fragilidad; sin embargo, no entiende, que aunque cierra su herida con más ardor de lo normal, el ver la sangre fluir representa el escape de la vida misma fuera del cuerpo que la contiene, y eso le genera angustia.

Se ríe de la muerte y hasta le cuenta chistes, le compone rimas y le canta canciones. Pone en riesgo su vida, la tienta y cuando está postrado teme tanto por sí mismo que le llama al Creador para que lo proteja.

Cuán extraño es esto, que se preocupa por edificar lo, ya de por sí, edificado (la muerte), y se olvida de poner los cimientos de su propia existencia, de la vida misma. Por eso el mexicano es tan negativo, pues está más apegado a la muerte que a la vida, tiene miedo de emprender, porque quizás no tenga éxito. Desea encontrar el verdadero amor; sin embargo, cuando lo encuentra, huye de él.

La muerte se levanta con nosotros todos los días, no necesita motivos, pues el motivo es ella misma, no necesita alimento, y curiosamente, la muerte nunca morirá. Siendo así las cosas, por qué habríamos de preocuparnos por lo evidente, por lo inmutable.

Alguien me contó una vez de “los muertos chingones”. Me dijo que son aquellos que, más que lo trágico de su ausencia, te invitan a contar cómo vivieron, a celebrar la vida por encima de la muerte, pues la muerte se celebra a sí misma todos los días.

Ya no quiero ponerme de lado para verte. Quiero poder ver que estás ahí, no con indiferencia, pero sí sin preocupación. Quiero poder mirarte a los ojos y saludarte como al vecino que casi no le hablas, pero que sabes que existe y que algún día se acercará a pedirte una taza de azúcar.

¡Feliz Día de Muertos!

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