Sábado por la noche, espero visitas, me emociona cocinar.
La gata maúlla fuerte y seguido, le abro la puerta y sale al jardín, ataca los juguetes de mi hijos, los atrapa con su hocico y se mueve orgullosa por la presa sintética entre la supuesta maleza de la jungla en su imaginación.
La casa se encuentra medio vacía, el necesario silencio que viene bien a la mente ha depositado una sensación de modorra que me obliga a escribir, identifico el título y me impacta su honestidad, me encuentro de mal humor.
Hater, odioso, jumpy, renegón, no me hallo.
Siempre he pensado que los estados de ánimo son tan solo estados humanos, condiciones del ser que atienden a su naturaleza. Estar de malas debe ser también en algunos casos característica de salud mental.
Gozar de un extraordinario mal humor debe ser también una característica de locura, una suerte de oximoron anímico en el que hacerle el feo al presente produce un extraño placer y deviene en una discreta felicidad.
Puede ser también un padecimiento y muestra de un oculta depresión, en cuyo caso creo que podría identificarlo, lo he vivido, pero este mal humor es diferente, ando de malas mejor que nunca.
Es como escuchar reggae y decir ¡bah! sólo por adueñarse de la expresión. En mi caso este mal humor es señal de curación, por primera vez me siento inocente y entregado a mi estado sin la culpa ancestral que me fue inculcada desde que nací.
He quemado las naves…